La Asamblea y la Cámara de Guáimaro

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La Asamblea y la Cámara de Guáimaro

El país, como estaba acordado, se dividiría en cuatro estados: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occidente

Por:
Rolando de Jesús Rodríguez García
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El 10 de abril de 1869, en el pueblo libre de Guáimaro, tomado por los mambises en noviembre del año anterior, se reunió la asamblea constituyente que habría de darle solución a la disputa sobre la forma de poder que adoptaría el proceso revolucionario. «Estaba Guáimaro más que nunca hermosa. Era el pueblo señorial como familia en fiesta. Venían el Oriente, y el Centro, y las Villas al abrazo de los fundadores», escribió Martí acerca de aquellos momentos. (1)

En una sesión previa a la convención, se reunieron Céspedes, como «jefe del gobierno provisional del Departamento Oriental»; Miguel Gerónimo Gutiérrez, Eduardo Machado, Antonio Lorda, Tranquilino Valdés y Arcadio García, representantes de Villaclara; Honorato del Castillo, de Sancti Spíritus; Antonio Alcalá y Jesús Rodríguez, de Holguín; y Salvador Cisneros Betancourt, Francisco Sánchez Betancourt, Ignacio Agramonte y Miguel Betancourt, del Camagüey; «para conferenciar acerca de la unión de todos los departamentos bajo un gobierno democratico». En la delegación camagüeyana se incluyó al impetuoso Antonio Zambrana, joven intelectual de La Habana. Los congregados eligieron presidente del cónclave a Carlos Manuel de Céspedes y secretarios a Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana. En esta sesión se establecieron las bases de actuación de la asamblea constituyente y, sin mucha diferenciación, las de una cámara legislativa cuya creación evidentemente ya se presuponía.

Los reunidos, «para establecer un gobierno general democratico», dispusieron que la isla quedaba dividida en cuatro estados, «Occidente, Camagüey, las Villas y Oriente», y que la «cámara legislativa» se constituyera por los representantes de estos estados. En virtud de la situación en que estaban inmersos, los presentes se consideraban autorizados a «asumir la representación de toda la isla». (2)

No fue el número de habitantes de cada región (Oriente casi quintuplicaba al Camagüey y era superior al de Las Villas) el que fijó los delegados que representarían a cada una. Con las fuerzas del Camagüey coligadas con los villaclareños, estos tendrían en sus manos la asamblea. Tal composición no se correspondía con la absoluta puridad de los criterios democráticos que tanto postulaban los camagüeyanos. Pero  a la hora de lograr los propósitos, muchas veces los conceptos salen lastimados, se retuercen a conveniencia. A pesar de todo, Céspedes se allanó a la propuesta de representación. Era capaz de cualquier sacrificio por la patria. Resulta curioso que, salvo el hombre del ingenio Demajagua, ninguno de los demás caudillos que le habían dado inicio a la gesta en la región oriental se sentara entre los 14 constituyentes, aunque algunos como Aguilera estaban en el lugar. Sin embargo, la representación camagüeyana reunía a sus más notables insurgentes y, por igual, la junta villaclareña ocupaba los escaños de Las Villas. Se añadió en las bases que la Cámara estaría integrada por 10 representantes de Oriente, y cinco por los otros tres estados. Con la característica, también antidemocrática, de que los votos de estos valdrían el doble que los de Oriente. Como no podían establecerse una "república enteramente legal", se estableció que representarían a Las Villas los miembros de la junta de Villaclara, y a Occidente los oriundos de la región que estuviesen en el territorio pronunciado.

Ya en la convención, abierta a las cuatro de la tarde del mismo día, los camagüeyanos, con el apoyo de los villareños, quienes contribuyeron sin dudas a reforzar la idea de la unificación de la dirección revolucionaria, y la simpatía de parte de los próceres orientales presentes, como era de esperar, impusieron por completo sus puntos de vista.

La asamblea de Guáimaro logró un objetivo esencial en la revolución, que la vuelve imperecedera, estableció la unificación de los grupos insurgentes, lo que permitiría dar un paso rotundo hacia la formación de la nación y de la república cubanas; pero a decir verdad no obtuvo su unidad en las concepciones organizativas y métodos para enfrentar la lucha. En definitiva, en ella nadie convenció a nadie. Aparte de aquella unificación de los grupos; de un lado, los resultados fueron los que impuso la mayoría que formaban los camagüeyanos secundados por los villareños, y, de otra, las cesiones que hizo el iniciador de la gesta en aras de la revolución. Sobre la convención, Martí trazaría con precisión lo sucedido: «El 10 de Abril, hubo en Guáimaro Junta para unir las dos divisiones del Centro y del Oriente. Aquélla había tomado la forma republicana; ésta la militar.- Céspedes se plegó a la forma del Centro. No la creía conveniente; pero creía inconveniente las disensiones. Sacrificaba su amor propio -lo que nadie sacrifica». (3)

Los resultados quedaron estructurados en una constitución de 29 artículos cuyo borrador, inspirado en la doctrina de la división de poderes de Montesquieu, fue propuesto por Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana, a quienes en la sesión previa se les había encargado su redacción, y vio la luz el mismo día 10. (4) Llama la atención que en su texto no haya un preámbulo o artículo que comience declarando la independencia de España, aunque, desde luego, esta hay que darla por implícita desde el instante en que se hablaba en nombre de la República de Cuba. Después, el grueso de su articulado se encaminaba a fijar los poderes a establecer y sus atribuciones, como si esta cuestión deviniese el centro de las grandes preocupaciones de los constituyentes y se antepusiese a todas las demás. Según lo dispuesto, el poder civil estaría formado por un presidente, elegido por la Cámara de representantes y que, a propuesta de Céspedes, debía haber nacido en Cuba. Dadas las facultades que se le concedían a la Cámara, este cuerpo no serviría de moderador de los poderes del ejecutivo, sino, al menos en el papel, se volvería el verdadero rector de la revolución y el ejecutivo quedaba limitado a cumplir lo que aquel dispusiese. La Cámara también elegiría al general en jefe, que sería persona distinta de quien ocupara el cargo de presidente. En cuanto al problema social declaraba enteramente libres a todos los habitantes de la república. Resultaba sin dudas, luego de haber dejado sentada la república y, por ende, la independencia, la más revolucionaria de sus disposiciones y la otra que hará inmortal el cónclave. Removían uno de los más poderosos obstáculos en el camino de la forja de la nación y la nacionalidad: la esclavitud. El país, como estaba acordado, se dividiría en cuatro estados: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occidente. Se establecía que las libertades del pueblo, referidas a culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, eran inatacables e inalienables. Para modificar el texto constitucional, la Cámara debía adoptar acuerdo unánime.

En la cuestión militar, asunto medular para los intereses de la revolución, Guáimaro estableció una contradicción: el general en jefe estaba subordinado al ejecutivo, a quien debía rendir cuentas, pero le reservaba a la Cámara el derecho de designarlo y removerlo libremente. Por desdicha, una enmienda de Miguel Gerónimo Gutiérrez, que consolidaba ambos cargos, fue desechada, aunque a cambio se estableció que el general en jefe quedaría subordinado al ejecutivo. Tan lejos se llegó en la comisión de errores crasos en cuestiones militares, que descaracterizó en los planos más elementales la verdadera situación en que se vivía: en aras del respeto a los derechos civiles e instituciones democráticas, en vez de crear soldados dio por sentado que los hombres envueltos en la guerra eran ciudadanos militarizados. Una de las primeras cuestiones a definir debió haber sido cómo forjar el ejército, pero se impuso ante todo el criterio de crear los órganos que lo entorpecerían. Y un error más, del cual parece nunca acabarían de percatarse los partidarios de la organización democrática: en situación de guerra, el verdadero poder material está en los fusiles, y el civil resulta ante todo de naturaleza moral. En consecuencia, para dirigir, el legislativo y el ejecutivo tenían que ser solidarios. En la misma medida en que se hostilizaran y debilitaran, perderían fuerza espiritual y estarían corroyendo su propio basamento.

En una segunda sesión, el día 11, en la cual se ratificaron los acuerdos de la anterior, a pesar de que Céspedes defendió se enarbolara como insignia de la lucha la bandera levantada en el ingenio Demajagua, se acordó que el lábaro de la patria sería el de Narciso López y Joaquín de Agüero. Zambrana argumentó que ella era testimonio del largo tiempo que los cubanos llevaban combatiendo la tiranía. La elección de la bandera constituía otro triunfo de los camagüeyanos, quienes seguían apegados al recuerdo de Agüero. Martí interpretó sabiamente la postura del prócer al respecto: «Céspedes la cedió [su bandera] para que su apego natural al pabellón que alzó él no pareciese prueba de su deseo de imperar sobre la república naciente...». (6)

Después de aprobar se redactara una ley especial para el ejército, se dieron por cerrados los trabajos de la «Asamblea Nacional», y se constituyó a continuación la Cámara de Representantes.  Los integrantes de la misma cámara fundacional, pasaron a convertirse en legisladores. Como se había convenido que el cuerpo estaría compuesto por 25 diputados, pronto tendrían que completar ese número. Mas, en virtud de que los pocos jefes militares presentes estaban obligados a dejar enseguida su curul para volver junto a sus tropas y resultaría imposible designar para el cuerpo a los más capaces de estos, serían, por tanto, civiles o elementos que habían recibido grados militares, pero en realidad con poca o ninguna experiencia bélica, quienes tendrían a su cargo trazar la política de guerra. Se eligió para presidir el cuerpo a Salvador Cisneros Betancourt. También se designó al caudillo de Demajagua presidente de la república. La patria y la revolución habían hablado y fueron escuchadas: Céspedes reunía, a pesar de todas las disputas, demasiado prestigio para que nadie más pudiera ocupar el lugar preeminente que se le otorgó. Por propuesta de los camagüeyanos, se nombró a Manuel de Quesada general en jefe del ejército. Ambas designaciones estaban predeterminadas. Muchos días antes, el 25 de marzo, Jorge Milanés, ayudante del Céspedes, le había escrito a su hermano José Antonio que los camagüeyanos habían hecho esa selección y la de Quesada. (7) De todos modos, aunque en las querellas las pasiones suelen ser más fuertes que la justicia y la razón, los adversarios del iniciador de la gesta demostraron que no habían quedado cegados. Por su parte, Céspedes propuso y la Cámara lo recibió con aplausos, la designación de Francisco Vicente Aguilera como secretario de Guerra. A continuación Céspedes se despojó de las insignias de su antiguo mando y las puso a disposición de la Cámara. Con eso, se dijo, quería demostrar que todos los jefes debían desnudarse ante ella de la autoridad ostentada hasta ese instante. (8)

Con palabras hermosas recibió el recién designado presidente la encomienda: «Cubanos: con vuestro heroísmo cuento para consumar la independencia. Con vuestra virtud para consolidar la República. Contad vosotros con mi abnegación». (9) Pudo haber dicho también, y lo acreditaría, que podían contar con su vida y la de muchos de sus seres queridos.

Como desagravio al bayamés por la adopción de la bandera de Narciso López, se acordó que la tremolada en Yara se fijaría en la sala de sesiones de la Cámara de Representantes, como tesoro de la república. (10)

Ante aquella Cámara, Ignacio Agramonte leyó una moción redactada por una mujer, Ana Betancourt, la esposa de Ignacio Mora, en la cual esta pedía al cuerpo legislativo que la nueva república que surgía reconociera a la mujer cubana sus derechos. (11) Las palabras de Ana Betancourt se adelantarían en mucho a su tiempo y resultaron valerosas en medio de aquella sociedad preñada de opresiones, feudales y beatas, en que una mujer no podía siquiera salir a la calle sin ser, en muchas ocasiones, víctima de insultos. Sin embargo, habían sido ellas las que habían alentado con todo fervor emprender la lucha. En un escrito de «Un español cubano», se decía: «Las cubanas son las que han hecho la insurrección de Cuba. Ellas si no fueron las primeras en sentir los impulsos de la dignidad ultrajada, fueron las primeras en manifestarlos; y la opinión que forma la mujer es irresistible en el hombre. Ellas hablaban sin ambajes, embozo y sin miedo; á nosotros de nuestros desmanes, á los suyos de sus derechos desconocidos y de sus deberes. -Antes de la insurrección se despojaban de sus joyas para cambiarlas por hierro, y después de que estalló, como las matronas de Roma y de Esparta, los señalaban á los suyos y les decían “allí está vuestro puesto”; y los seguían y compartían con ellos todos los azares de la lucha, todos los rigores de la intemperie; ó para dejarles desembarazados y expeditos, vuelven á la ciudades, escuálidas, casi desnudas, moribundas, viudas unas, otras con huérfanos al pecho, secos por el hambre y las enfermedades; pero que habían visto también con los ojos secos, los cadáveres de sus esposos, de sus hijos; y siempre firmes, decididas, y haciendo en su interior votos fervientes al cielo por el triunfo de los suyos. Estas son la mujeres de Cuba; y cuando las mujeres piensan y obran de esta manera, los hombre son invencibles». (12)

Durante la misma sesión del cuerpo legislativo, del día 11, se recibió una petición firmada por un gran número de ciudadanos, en la cual se le suplicaba se manifestase a Estados Unidos los grandes deseos que animaban al pueblo cubano de ver incorporada la isla a la Unión. La petición fue sometida a una comisión. Días después, en un cónclave que presidía Cisneros Betancourt y sus secretarios eran Agramonte y Zambrana, se tomó acuerdo al respecto después de un encendido debate.

En la disposición sobre el asunto, los representantes expresaron: «Hacer presente al Gobierno y al pueblo de los Estados Unidos, que este es realmente, en su entender, el voto casi unánime de los cubanos y que si la guerra actual permitiése que se acudiera al sufragio universal único medio de que la anecsión legítimamente se verificara, esta se realizaría sin demora». (13) Después que la Cámara adoptó el acuerdo por unanimidad, Céspedes lo sancionó. El acuerdo fue enviado a Morales Lemus, a la sazón designado por Céspedes ministro de la República en Armas, en Estados Unidos.

¿De dónde venía y por qué había eruptado la idea anexionista en la Cámara de Guáimaro? Sin dudas, sobre los hombres de Camagüey, desde los tiempos de Joaquín de Agüero, las dos ideas -independencia y anexión-, se movían a la par sin que el trance hubiese hallado solución acabada. Unos días antes de la asamblea de Guáimaro, el 6 de abril, Salvador Cisneros Betancourt, Francisco Sánchez Betancourt, Miguel Betancourt, Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana, se habían dirigido al presidente Grant y al general y senador estadounidense Nathaniel Banks, en términos anexionistas. Al primero, le decían: «Parece que la Providencia ha hecho coincidir estos acontecimientos con la exaltación al Poder del partido radical que representáis, porque sin el apoyo que de ese partido aguardamos, puestos en lucha los cubanos con un enemigo sanguinario, feroz, desesperado y fuerte, si se consideran nuestros recursos para la guerra vencerán (los cubanos) si, que siempre vence el que prefiere la muerte a la servidumbre, pero Cuba quedará desolada, asesinados nuestros hijos y nuestras mujeres por el infame gobierno que combatimos, y cuando según el deseo bien manifiesto de nuestro pueblo, la estrella solitaria que hoy nos sirve de bandera, fuera a colocarse entre las que resplandecen en la de los Estados Unidos, sería una estrella pálida y sin valor». (14) Al general Banks, luego de agradecer la resolución que había presentado en el Congreso en la cual se autorizaba al presidente a reconocer la independencia de Cuba, le expresaban: «Cuba desea después de conseguir su libertad, figurar entre los Estados de la gran República; así nos atrevemos a asegurarlo interpretando el sentimiento general. Puede Ud. estar seguro que si los E.U. no se apresuran a proporcionarnos sus valiosos auxilios, una larga guerra mantenida con un enemigo que conociendo su impotencia tala y destruye los campos que ya no volverá a poseer, ha de cubrir de ruinas nuestro hermoso país. A la gran República, como defensora de la libertad, como Nación a cuyos brazos nos lanzaremos terminada la guerra, y como protectora de los destinos de América, le corresponde en rigor, dar con su influjo un término inmediato a esta terrible contienda». (15)

El anexionismo que revelan estas cartas está evidentemente condicionado por diversos móviles, y resultaría tendencioso referirse a él fuera de su contexto. En primer lugar, por supuesto, no es el esclavista de los hombres del Club de La Habana durante la década anterior, sino todo lo contrario. Tenía un carácter liberal y democrático. Los firmantes eran abolicionistas de plano, y dos de ellos, las figuras centrales de la Asamblea de Representantes del Centro, lo habían demostrado días antes con el decreto de emancipación. En el documento de denuncia de los manejos contrarrevolucionarios de Napoleón Arango, suscrito por Agramonte, en marzo, al referirse a la oposición que aquel había hecho a decretar la abolición inmediata, decía: «si todos queremos la libertad para los negros; si es cuestión resuelta en el ánimo de todos, ¿por qué habría de ser funesto tocarla? ¿por qué no llevar al terreno práctico la resolución?». (16) Es más, si algo distinguía a los camagüeyanos era su oposición a la esclavitud. Además, para ellos resultaba axiomático que, para producirse la incorporación de Cuba a Estados Unidos, la esclavitud tendría que extirparse drásticamente. Por tanto, se hace obvio que la abolición dictada por Abraham Lincoln significaba un aliento para sus ideas, y tal vez en su decreto emancipador se vino a deslizar en realidad un mensaje que mostrara su actitud al gobierno de Washington. Paradójicamente, mientras los hacendados anexionistas refugiados en Nueva York, ahora, con el objetivo de salvar sus dotaciones, le temían a la incorporación al menos inmediata a Estados Unidos; los camagüeyanos le daban paso a unas posiciones anexionistas que significarían la emancipación radical.

Por otra parte, a pesar de que Estados Unidos ya había dado muestras de ambiciones expansionistas, estos hombres no sospechaban, en lo más mínimo, que la esencia de la política de ese país estuviese marcada por tales miras. Por el contrario, la protección de los destinos de América que se le adjudicaba en la carta a Banks, muestra que Estados Unidos había logrado mitificar la doctrina Monroe, como un intento desinteresado de evitar que la rapacidad colonialista de los Estados europeos se abatiera sobre el continente. Tampoco hay que olvidar que el país del norte era admirado por sus instituciones libres y democráticas y su progreso; en realidad, sin parangón en la época. Por demás, generaba una gran influencia que muchos de los hijos de Camagüey se habían educado en sus aulas. Además, la prédica anexionista de El Lugareño, con su gran prestigio, y la circulación de su periódico La Verdad, en la región, habían dejado sus huellas.

Ignacio Mora, uno de los hombres más representativos de las ideas de la Asamblea del Centro, escribiría en El Mambí, el periódico que a poco publicaría: «Cuba a prosperado á despecho de España porque ella no ha podido impedir la concurrencia del comercio extranjero, de la civilización y el movimiento que fecundan á Cuba, porque no puede esterilizar su suelo feraz, ni evitar los efectos del interés individual y los esfuerzos de los habitantes de Cuba, a pesar de la opresión y de las trabas del gobierno. Si Cuba ha prosperado relativamente más que otros Estados de la América española es porque Cuba está más americanizada, porque participa más de las ideas de la educación, del movimiento, de la actividad del Pueblo americano». (17)

Estas simpatías hacia Estados Unidos no constituían patrimonio único de los camagüeyanos, porque no puede olvidarse que en la Cámara había hombres como el villaclareño Miguel Gerónimo Gutiérrez y el oriental Tomás Estrada Palma, ambos de convicciones anexionistas. (18) Por último, había algo mucho más definitivo detrás de las afirmaciones que se hacían en la misiva de los camagüeyanos a Grant: en Oriente, nunca como entonces la revolución había estado en mayor peligro. En aquellos instantes, la irrupción de Valmaseda en la región, donde recordaba un Atila moderno, a la vez que la falta de armamentos y la carencia de jefes y soldados fogueados, ponían en duda la victoria rápida con la cual algunos habían soñado en un principio y que permitiría salvar las riquezas de sus territorios. Incluso, la guerra se había vuelto tan brutal y terrorífica que el conde había dictado, horas antes de que se hiciera la propuesta en la Cámara, su famoso bando que disponía que todo hombre desde la edad de 15 años en adelante, hallado fuera de su finca y que no acreditase una justificación para su ubicación, sería pasado por las armas. Una muestra más de la situación puede establecerse a partir de lo que el jefe de la capitanía del Cauto, Francisco Pérez, le escribía por aquellos días a Perucho Figueredo: «Pongo en su conocimiento que el enemigo marchó para Bayamo el dia once, llevandose todas las familias que pudo recoger, dejando el Caserio todo incendiado, así como también desde este punto hasta las Cayamas...». (19) Por ende, se necesitaba urgentemente que Estados Unidos reconociera la beligerancia cubana para facilitar los recursos con que combatir, y se sabía que Grant no estaba bien dispuesto con España por la ayuda que les había prestado a los secesionistas de la Confederación. ¿Por qué entonces no esperar que sus gestos contribuyesen a lograr la ayuda? Además, la presencia de Rawlings en el gabinete, a causa de su conocida posición a favor de la lucha de los cubanos contra España, podía haberle insuflado grandes alientos al respecto. (20) En este sentido resulta significativo que el general Julio Grave de Peralta, jefe de Holguín, le escribiera al general Luis Marcano: «hoy tenemos el apoyo directo de los Estados Unidos y con esto tendremos toda clase de recursos». (21)

Por si fuera poco, la corriente de simpatía popular que levantaba la causa cubana en Estados Unidos era ruidosa y conocida, y esto también pudo influir. Se creaban clubes a su favor, se enviaban memoriales al Congreso de Washington, se celebraban mítines y se publicaban trabajos periodísticos favorables a su causa. También, en días recientes, los legisladores habían presentado varios proyectos de ley, mociones y resoluciones que reconocían la independencia de Cuba (y otra propuesta planteaba la anexión). La resolución presentada por el senador Sherman autorizaba a Grant a reconocer la independencia, tan pronto considerase que los insurrectos tenían un gobierno de facto. (22) Por supuesto, en la adopción de esta actitud, no poca importancia tenía que multitud de negociantes de pertrechos bélicos la impulsaran, y que hubiese congresistas que buscaran el soborno de bonos de la república para otorgar su voto al reconocimiento de la beligerancia o para aquello que los cubanos quisieran.

Más tarde se llegaría a estimar que, por entonces, una sola palabra del gobierno estadounidense hubiese bastado para que una oleada de armas, hombres y dinero corriera hacia Cuba, en favor de la causa insurgente. (23) Esa constituía la garantía que avalaría el rédito que, en el momento oportuno, tendrían las ofertas de armas.

Mostrar la buena voluntad hacia Estados Unidos no les parecía a los autores de las misivas a Grant y Banks y a quienes estuvieron de acuerdo con la resolución (arduamente debatida) en absoluto pecaminosa; sobre todo, si se trataba de conseguir recursos de guerra. Desde luego, también es innegable que en el cónclave estaban presentes no pocos terratenientes y propietarios, cuyos criterios a favor de salvar las propiedades y el temor a la destrucción del emporio productor cubano, lastraría sus decisiones por mucho tiempo. Zambrana, el defensor más connotado de la resolución, frente al embate opositor de Eduardo Machado que argüía no poder resignarse a que se perdiera la personalidad cubana absorbida por la nación del norte, argumentó como la mejor razón para aprobarla la necesidad desesperada de ayuda que solo podrían conseguir de Estados Unidos porque la guerra se había desatado para lograr la libertad de Cuba y no para hacer desaparecer las riquezas de la isla en las llamas de la lucha. (24)

No obstante, frente a las misivas y la resolución, se vuelve llamativo y contradictorio un hecho que da indicios de que lo expresado en aquellos documentos tenía visos de coyuntural. En enero, en una comunicación que el Comité Revolucionario del Camagüey había cursado al presidente Andrew Johnson, ese órgano se había limitado a señalar: «Las aspiraciones de nuestra revolución, y el fin á que se dirige, son tan ostensibles y en nombre del pueblo del Departamento Central de la isla, que representamos, queremos manifestar a la unión americana, seguros de encontrar en ella las simpatías que le merecen las nobles y liberales aspiraciones de los pueblos que quieren colocarse en las condiciones necesarias para el desenvolvimiento del espíritu humano, y para el ejercicio de todos sus derechos». (25) Como se evidencia no hay una sola mención a la anexión, únicamente la búsqueda de la simpatía y el apoyo de Estados Unidos. También es de notar que, cuando igualmente en enero redactaron la designación del representante del Comité Revolucionario del Camagüey ante el gobierno de Estados Unidos, los poderes que se le confirieron se limitaban a señalar que debía buscar el reconocimiento de la beligerancia de los insurgentes. (26) Ni un paso más allá. Por tanto, parecía que el curso de la lucha ya había movido los criterios.

En cuanto al estado del ejército, nada más cuerdo para probar la angustia que invadía a todos, que la carta escrita por Céspedes el 18 de febrero al agente general en el exterior, en la cual pedía, de ser posible, la recluta de 5 000 a 10 000 hombres con experiencia bélica que viniesen a servir en Cuba, hasta tanto los cubanos lograsen la disciplina conveniente en el oficio de las armas. (27) Resulta indiscutible que a la idea de lograr la independencia solo con los medios propios cubanos, planteada por Varela, todavía le faltaba terreno por ganar. De todas formas, hay que anotar que Céspedes no pedía ninguna intervención oficial foránea, sino la participación de individuos a título particular. Y algo más. Si la anexión estaba inscrita en la resolución y las misivas, también es cierto que interponía mediaciones en el tránsito, porque la incorporación se remitía a una consulta mediante sufragio universal, cuando Cuba estuviese liberada. Es decir, en ambos casos, el paso no era incondicional, dependía del porvenir. ¿Por qué entonces no pensar que la sugerencia de la anexión estaba encaminada sobre todo a crearle a Estados Unidos la tentación de prestar por conveniencia todo su apoyo a la lucha cubana?

Lo que si no puede rebatirse es que el ofrecimiento que se hacía no era nada gratuito ni espontáneo. No hay razón alguna para pensar que, al menos en muchos, resultase una declaración inocente: armas, apoyo, reconocimiento de la beligerancia, se hacían transparentes en la petición y explícitos en la defensa que hizo Zambrana. Si todavía bamboleante en cuanto al fraguado definitivo de los cimientos de una nacionalidad que solo llegaría finalmente en los campos de batalla, nadie puede, sin embargo, negar que su intención estaba dirigida a salvar una revolución en severos aprietos, que sería portadora por sí misma de la definición con contornos concluyentes de esa misma nacionalidad. Olvidar que el problema fundamental de la época radicaba en la contradicción entre la colonia y la metrópoli, sin cuya solución ningún otro de los que acompañaban el fenómeno de la dominación colonial se resolvería, la falta de libertades civiles y políticas, la esclavitud, los límites de la prosperidad económica y fomento de las riquezas, la aspiración a otros horizontes para la educación y la cultura, y, en fin, la eliminación de todo vestigio del entrabamiento que obstaculizaba el desarrollo de la isla, llevaría a desconocer el contexto en que se movían aquellos hombres.

Situarse en las posiciones de hoy para juzgar el ayer, no solo haría incomprensible el proceso, sino constituiría una anomalía del criterio. En la manigua había un denominador común predominante, luchar contra la dominación de España y separarse del todo de ella, y, también, diversas tendencias en cuanto a los resultados posteriores de la lucha. De esos instantes primarios, tal es lo cierto. Dadas las condiciones en que se desarrollaba la contienda y el punto de partida de los propugnadores de la resolución, no puede afirmarse sin quedar situado en posiciones teleológicas, deterministas, que en aquella sesión hubo un retroceso ideológico. Para quienes enarbolaron las posiciones inscritas en la proposición hecha a la Cámara, esta venía a ser el cuaje del punto de vista en que la Junta Cubana de Nueva York había dejado el problema en 1855, y que ahora, a partir de ahí, gracias a la lucha armada -capaz de condensar en horas lo que la política no es meritoria de alcanzar en años-, avanzaría hacia su negación definitiva.

Por otra parte, no puede desconocerse que en la Cámara de Guáimaro, como un conjunto revolucionario, había pensamientos más radicales y más conservadores, pugnacidades y desencuentros en diversos aspectos. Respondían a realidades y formaciones diferentes, y en el cónclave determinaron el paso, por estar en mayoría, quienes estaban condicionados de manera paradójica por los ideales democráticos burgueses tomados de Estados Unidos y Francia. Este era todavía un proceso en evolución y en busca de consolidación, que solo la lucha se encargaría de limpiar de los extravíos y desviaciones de algunos segmentos, hasta hacer definitivamente predominante la idea de la independencia absoluta, por ser la justa, por corresponder a los más legítimos intereses de la nación y la conciencia nacional, y esto porque constituía la única salida que podía resolver a fondo el problema cubano, sin caer en nuevos y más graves conflictos.

En cuanto a Céspedes, nadie escapa totalmente de las influencias que lo circundan y sus circunstancias. Sancionó el acuerdo de la Cámara en Guáimaro, localidad camagüeyana, rodeado por combatientes y cientos de personas que seguían ardientemente las ideas de los caudillos de la región, y los camagüeyanos con quienes todavía estaban vivas sus disputas tenían absoluta hegemonía en el cónclave. Al respecto, pocos años después, en una entrevista que le hizo un corresponsal extranjero, publicada por La Independencia, confiaría en relación con este pasaje: «Al estallar la guerra había indudablemente una gran mayoría del pueblo en favor de la anexión de la isla a los Estados Unidos. Nunca fui muy partidario de esta medida aunque nunca me opuse a ella; pero yo soy uno entre muchos centenares de miles. El pueblo y el ejército en un tiempo hicieron en el Camagüey una demostración con el objeto de ventilar la doctrina de la anexión. Se adoptaron resoluciones, se apoyaron y se enviaron a la Cámara de Diputados que se hallaba allí en sesión. La Cámara adoptó unánimemente la resolución en favor de la anexión. El documento que inmediatamente se llenó de más de mil firmas del pueblo se envió a Nueva York para que se remitiera a Washington...». (28) Mas, un punto de vista diferente o que matiza lo que afirmó Céspedes en cuanto a la extensión de la adhesión popular a la idea de la anexión lo expresaría Calixto García a James O'Kelly, un irlandés, corresponsal del Herald: «En el departamento central ha habido siempre muchos anexionistas, pero en el oriental el objetivo principal ha sido siempre la independencia». (29) Las palabras de Céspedes, en cuanto a la votación de la resolución, evidencian que en este caso se había plegado a la mayoría camagüeyana, seguida por una parte de los villareños. De no haberla sancionado por causa de su reticencia, hubiese tenido que acudir al veto. Pero habría sido una arrancada desafortunada para las relaciones entre un presidente con poderes muy debilitados y el cuerpo legislativo, que la constitución que se acababa de zurcir hacía rectora indisputable de la lucha.

Pero resultaría incierto decir que esta iba a constituir la única razón del presidente. Empequeñecería su figura. Si bien en el Manifiesto del 10 de octubre una sola es la posición política que se sostiene, la independencia, y no hay la menor traza de otra, indiscutiblemente desde los primeros instantes la suerte de la revolución laceraba al prócer. Con la carencia de recursos bélicos que enfrentaba, pensar que el concurso estadounidense podía proporcionárselos era tentador. Después de todo, conocían que Estados Unidos le había permitido a Benito Juárez adquirir armamento para derrotar la invasión francesa y había enormes ilusiones cifradas en una ayuda que se pensaba desinteresada y que este país podía proporcionar. Debe reiterarse que Estados Unidos, después de la guerra civil, a causa de la pujanza demostrada y la abolición decretada, gozaba de un enorme prestigio. Todavía poco se revelaba lo que sería solo dos décadas después. Por eso, el 24 de octubre del 68, Céspedes le había escrito junto con Pedro Figueredo, Bartolomé Masó y Francisco Maceo Osorio y otros, a William Seward, secretario de Estado, bajo la presidencia de Andrew Johnson: «al acordarnos de que hay en América una nación grande y generosa, a la cual nos ligan importantísimas relaciones de comercio y grandes simpatías por sus sabias instituciones republicanas que nos han de servir de norma para formar las nuestras, no hemos dudado un solo momento en dirigirnos a ella, por conducto de su Ministro de Estado, a fin de que nos preste sus auxilios y nos ayude con su influencia para conquistar nuestra libertad, que no será dudoso ni extraño que después de habernos constituido en nación independiente formemos más tarde o más temprano una parte integrante de tan poderosos Estados, porque los pueblos de América están llamados a formar una sola nación y a ser la admiración y el asombro del mundo entero». (30) Desde luego, no se expresa un concepto anexionista sino integrador. En la mente de estos hombres estaba forjado el criterio de que una América republicana toda se uniría frente al concierto europeo monárquico y colonialista. No se trataba de la incorporación simple. Realzadamente, aparecía la necesidad de apoyo para su causa, y esto no era nada ilegítimo, dada la empresa en que estaban empeñados y la pobreza de recursos con que la habían abordado. A todas estas, la integración estaba condicionada a la independencia. Después podría venir lo demás... después.

Más tarde, otros elementos obligarían a Céspedes a buscar informaciones en relación con la posición estadounidense y la idea de la incorporación a la Unión. Los fantasmas en la cabeza de los blancos en torno a la participación de los negros en la lucha, lo llevaron a la pesquisa. Algunos blancos pensaban que si España decretaba una emancipación universal, podría lograr echar a una parte de las dotaciones contra los insurgentes. No solo esto. También tenían el temor a la posibilidad de una guerra racial, en medio o después de la contienda. Incluso, las conmociones civiles de las antiguas colonias de España también traían prevenciones. La presión de quienes sentían el viejo pánico a un Guárico cubano o luchas civiles, obligó al caudillo independentista a buscarle respuesta a la fórmula que estos propugnaban para evitarlo. Por eso, el 2 de enero de 1869, le había escrito al agente de su gobierno en Estados Unidos, y le pidió conocer la posición de esta potencia en relación con su decreto de emancipación, en caso de que se planteara la anexión: «V. comprenderá -le explicaba- que en la mente de la mayoría de los cubanos, de los que se precian de conocer nuestra situación social, esta siempre fija la idea de esa anexión como último recurso para no caer en el abismo de males en que según ellos nos lanzaría una encarnizada guerra de razas; y como a eso agregan, que conocen la índole y el carácter de los dependientes de España, nacidos en América y tan dados a formar partidos y a sostener ambiciones, argumento que tiene aquí muchos partidarios que lo apoyan, es conveniente indagar el espíritu de ese Gobierno sobre el particular, para poder dirigir en todo caso la marcha de los acontecimientos». (31) De nuevo queda evidenciado que no hay una declaración anexionista en Céspedes. Es una indagatoria condicional ante un contexto que se la exige, y para la cual quiere tener respuesta. Al finalizar la misiva, le instruye al agente: «Transmita V. este despacho a los demás Agentes que V. ha nombrado ante otros gobiernos excluyendo de él todo lo que respecta a la anexión de que le hablo...». Obviamente, la anexión no constituía ninguna postura oficial ni personal, sino solo una opción coyuntural, y deseaba conocer sus posibilidades.

No obstante, 13 fatídicos días después, altamente excitado, como si una cuenta regresiva moviera su pluma, le escribió al mismo agente. Revelaba una situación desesperada: Valmaseda marchaba contra Bayamo, sin que las tropas cubanas con sus escasos medios y ante un enemigo que los tenía en abundancia, lo hubiesen contenido. Antes de rendir la ciudad, los hijos de la capital insurgente la habían reducido a cenizas, porque «los revolucionarios de Cuba están dispuestos a sacrificarlo todo antes que deponer las armas y volverse a sujetar al yugo del Gobierno de España». (32) Mas como estaba convencido de que podían vencer y creía legítimo buscar la fórmula de burlar la derrota, agregaba: "No hay pues poder alguno que contenga la marcha de los acontecimientos: la abolición de la esclavitud es ya un hecho consumado, pues ha sido proclamada en todo este Departamento, y el Central sin restricción alguna: los negros en gran número se están batiendo en nuestras filas: todos los que tenemos las armas en la mano y el pueblo en general, estamos convencidos de que se hace necesario pedir la anexión de esta isla a esos importantes Estados. Proceda usted pues sin demora a comunicarlo así al Gobierno de esa República, para que si es aceptada nuestra petición, se nos presten los auxilios indispensables, a fin de evitar la guerra exterminadora que los españoles nos están haciendo y que nos obliga a tomar determinaciones violentas que han de llevar al país indispensablemente a un estado fatal de ruinas y destrucción". Pudiera aducirse que, como en ninguna otra parte, Céspedes expresó aquí un propósito anexionista. No hay tal. Se desconocería que detrás no hay ninguna convicción ni declaración anexionista. No se vuelve más que una variante de la petición de armamentos hecha antes, aunque esta vez en medio de una situación agravada. Ante un estado que se cree extremo, de vida o muerte de la revolución, del cual solo saldrían a duras penas -y que serviría de lección de que la capacidad de resistencia revolucionaria era extraordinaria-, con un ejército improvisado y mal armado, acudía al mal menor, al único expediente que en esos instantes de emergencia se consideraba podía permitir la sobrevivencia de la causa separatista: pedir la anexión, como medio para conseguir pertrechos. Sus palabras permiten rememorar a Saco, campeón del antianexionismo, con aquella frase suya de «Nunca anexión, sino en último caso». Aún se escuchaba en las palabras de Céspedes cierta compasión por los resultados destructivos que traería la lucha para la riqueza. Pero cómo olvidar aquel gesto de horas antes, que había llevado a que estos mismos insurrectos le pegaran fuego a sus viviendas.

Las causas puramente circunstanciales y transitorias de la demanda de anexión, se manifiestan en el hecho de que el 3 de diciembre de 1868, cuando todavía la Creciente de Valmaseda no era crucial, Céspedes le instruyese a José Valiente, al designarlo como agente general de la república, con sede en Estados Unidos, que hiciera todos los esfuerzos posibles «a fin de conseguir la protección del Gobierno Americano y el reconocimiento de nuestro Gobierno provisional». (33) No había ninguna instrucción de que trabajara por la anexión. De haber sido esa la intención, en esta hubiera consistido, sin dudas, la primera y más importante de las orientaciones cursadas. Otra interpretación resultaría inconsistente, y pedir protección es solicitar ayuda, no la incorporación. Esta postura se confirmaría más adelante, cuando Valiente, a finales de enero de 1869, se entrevistara con el presidente Andrew Johnson y en la plática solo se hablara del reconocimiento de la independencia o la beligerancia cubana. Johnson mostró sus simpatías hacia la causa insurgente, pero no concretó nada al respecto.

También el 1ro. de marzo de 1869, en un mensaje enviado al presidente estadounidense, el hombre del ingenio Demajagua, al someterle las razones por las cuales creía debía concedérsele a Cuba «los derechos de beligerante y el reconocimiento de su independencia», le decía que «por la sola y exclusiva falta de armas y municiones este paciente pueblo está sujeto al tiránico yugo de España». (34) En esta nota tampoco aparece la más mínima alusión al tema de la anexión, y sí al recurrente de los pertrechos. Tómese también cuenta que en Guáimaro Céspedes propuso, y así se acordó, que entre los requisitos para ser elegido presidente estaba ser cubano por nacimiento; es decir, si hubiese pensado en la anexión esa precisión sobraba.

El 31 de mayo, solo alrededor de mes y medio después que la Cámara adoptara la resolución sobre la anexión, Céspedes, al renovar ya como presidente el nombramiento de Morales Lemus como ministro ante el gobierno de Estados Unidos, le encargó gestionar «cerca del referido Gobierno de los Estados Unidos de América con el fin de obtener el reconocimiento de la Independencia de la Isla de Cuba y toda clase de auxilios morales y materiales para la prosecución de la guerra». (35) De nuevo, en unas instrucciones diplomáticas para un representante en la nación vecina, no se hacía la menor referencia a la anexión. Evidentemente, la travesía hacia la meta independentista estaba fija, a pesar de los acontecimientos dramáticos que estaban ocurriendo en el escenario bélico. Armas y reconocimiento era lo único que demandaba.

Las convicciones de Céspedes al respecto también las ratificó en un manifiesto de 7 de febrero de 1870, en el cual afirmó: «Jamás pensó [Cuba] que el extranjero le enviase soldados ni buques de guerra para que conquistase su nacionalidad: Cuba sabe, porque lo que ha dicho el filósofo, que la libertad es el pan que los pueblos tienen que ganar con el sudor de su frente...». (36) Ciertamente, tiempo atrás había pedido reclutar hombres en el exterior, entrenados en las artes militares, pero estos se incorporarían a título personal, mientras se fogueaban los mambises. Aparte de que ya ese pensamiento también había sido desterrado de su mente, en este documento le estaba enviando una respuesta a Grant, en la cual rechazaba hubiese intenciones de que Estados Unidos viniese a sacarle la carne de la brasa a los cubanos. Muy al contrario, se empieza a ver que los mambises comprendían ya, en todo su alcance, que debían depender únicamente de sus propios esfuerzos.

Aunque las convicciones anexionistas de algunos separatistas se prolongarían a lo largo de los años, embozadas en la idea de la independencia, la lucha y los desengaños harían finalmente que aquellos que abrazaron la anexión por ilusiones o la creencia de la necesidad de ayuda, la abandonaran y se hicieran antianexionistas, y el plazo no resultaría muy largo. Ignacio Agramonte, en carta a su madre, de mayo de 1870, le decía: «El entusiasmo se sostiene en nuestras tropas que pelean cada día mejor y todos aquí están seguros del éxito aunque no será muy pronto si los Estados Unidos nos dejan abandonados a nuestros propios recursos». (37) Y en esa misma carta le expresaba: «Mi Ernesto, Mamá, es hijo de la Revolución: nunca respiró el aire emponzoñado de la opresión; vino a gozar de la libertad desde los primeros días de lucir ésta: no sabrá nunca ser esclavo y cuando sea grande y hable de la independencia de Cuba referirá con satisfacción nuestros esfuerzos y nuestra perseverancia en la lucha». (38) Pocos meses después, en una carta a José Manuel Mestre, ratificaba su credo: «No fuera tan valiosa la independencia de un pueblo si su conquista no ofreciera grandes dificultades que vencer: Cuba será independiente a toda costa». (39) Y a mediados de 1872, le definiría a su adorada Amalia que para él como finalidad solo quedaba la independencia total: «También cada día se robustece más mi fe en el triunfo, a pesar de todas las dificultades. Ni un momento he dudado jamás que nuestra separación terminará, y volverá nuestra suprema felicidad con la completa libertad de Cuba». (40) Ignacio Mora, uno de los camagüeyanos que propugnó en Guáimaro la anexión, menos de dos años después de aquella sesión de la Cámara, escribiría amargamente contra Estados Unidos y su gobierno por el olvido y las calumnias recibidas, y se concretaría a reforzar la idea de la regeneración de la isla y su independencia que, según decía, en la lucha, su pueblo iba conquistando con valor y abnegación. (41) ¿Puede olvidarse acaso que el hombre permuta de ideas y sentimientos, de manera continua, acorde a sus circunstancias e influencias?

Céspedes, en la entrevista mencionada que publicaría La Independencia, de Nueva York, reveló cómo se había efectuado la mutación en quienes habían levantado la bandera de la anexión: «Este desaire [no haber recibido nunca respuesta a la petición de anexión de la Cámara] unido al hecho de que el gobierno americano lejos de conceder a Cuba los derechos de beligerancia se colocó del lado de los españoles, ha enfriado en gran manera el deseo de la anexión en los cubanos, quienes ahora solo piensan en combatir a los españoles».

Calixto García ratificaría este punto de vista, cuando declaró a O'Kelly: «Hánse disgustado por ello [la conducta observada por Estados Unidos] muchos de los más decididos anexionistas. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que, antes de adoptar ningún proyecto para el porvenir, es necesario conseguir la independencia».(42) Por cierto, en esta, Calixto García también confiaría que en los inicios de la lucha Inglaterra había prestado algunas pequeñas ayudas a la insurrección y hasta se había pensado que se dispondría a abandonar Jamaica, para que Cuba se integrase con esta en una federación, con tal de evitar su anexión a Estados Unidos.

Mas, no serían quienes esgrimieron en la manigua la opción de la anexión, los únicos que perderían la fe en Estados Unidos. También lo harían los independentistas netos que pensaron romántica, ingenuamente, que el vecino del norte, por solidaridad con un país del Nuevo Mundo, por su republicanismo, apoyaría una lucha contra un carcomido régimen monárquico. Cuando el apoyo de Estados Unidos no llegó nunca, cuando desencantados comprendieron que de allí sería el último lugar de la tierra que se les prestaría, cuando conocieron en carne propia la amarga lección que habían recibido los anexionistas de la Junta de Nueva York, a mediados de siglo, que les hizo decir que la revolución cubana nunca podría esperar ayuda alguna de ningún gobierno de Estados Unidos, tuviese este el color político que tuviese, reflejarían toda la amargura que el desengaño les produjo. A mediados de 1870, en la manigua se rumoraba que Estados Unidos trataba con España la cesión de Cuba. Con tintes de exasperación, Céspedes le escribió entonces a José Manuel Mestre, quien a la muerte de Morales Lemus lo había sustituido como representante diplomático: «Por lo que respecta a los Estados Unidos tal vez estaré equivocado; pero en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación y entretanto que no salga del dominio de España, siquiera sea para constituirse en poder independiente; este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros amigos más eficaces y desinteresados». (43) La lucha no solo le había permitido librarse de la menor ilusión, sino con suma perspicacia descubrir la esencia de la política estadounidense en relación con Cuba, trazada por Jefferson, la de la procrastinación, la espera oportuna a que Estados Unidos pudiese apoderarse sin riesgo de la isla.

La historia se forma de condicionamientos, y no hay rupturas reales. Si la nación cubana logró la independencia absoluta y está en pie se debe tanto a quienes vieron claro el gran objetivo al lanzarse a la lucha, como a aquellos que fueron encontrándolo en la andadura. Si Cuba es soberana, si somos libres e independientes, es gracias a ellos y no a pesar de ellos. Se debe a que unos primero y otros después, ya en la brecha, encontraron el camino, la ruta segura, y dejaron ese legado. Hoy somos su resultado. De ninguna otra parte nos vinieron las ideas de independencia y soberanía que la nación sostiene hoy. Si no fuese de esa manera, habría que averiguar de cuál otro lugar las recibimos, y parece muy probable que el intento resultase tan escolástico como averiguar si los ángeles tienen sexo o no. Sencillamente, aconteció que las raíces fueron limpiándose en un proceso continuo y gracias a la lucha. Los conceptos se burilan gracias a los hechos, las ideas evolucionan al compás de estos. Los forjadores de la nación y de la conciencia patria, fueron hallando, unos más temprano y otros después, la solución justa a los problemas de Cuba, y dejaron una lección imperecedera: la verdad emerge siempre a cuenta de lucha, sacrificios y no pocas veces de la sangre, y no del numen de hombres encastillados en ensoñaciones perfectas.

A lo largo de la contienda, en las filas de los separatistas se mantendrían cuatro centros de opinión y decisiones que no actuarían necesariamente de consuno y, a veces, por el contrario, se tornarían opuestos: el ejecutivo, la Cámara, los jefes militares y la representación exterior. Interpretar que una de ellas resultaba expresión necesaria del conjunto del pensamiento de la revolución, es olvidar que cada una tenía raíces diferentes, se movían en medios distintos y, en no pocas ocasiones, sus posturas en asuntos cardinales se volvieron distantes. De todos modos, el mayor peligro vendría siempre de las distintas percepciones y actitudes entre la representación en el exterior -en realidad en Estados Unidos-, y la manigua.

En cuanto a Céspedes, como demostración de su rápida capacidad de evolución, al contacto con la dura realidad de la guerra, el día del primer aniversario del alzamiento publicó una circular en la cual comunicaba haber autorizado al general en jefe a destruir todas las cosechas de caña y tabaco, para cegar las fuentes de recursos que España empleaba para combatir a los insurgentes. (44) Y en otra circular de esos días decía: «Las llamas que destruyan las fortunas y señalen las regiones azucareras con su surco de fuego y ruinas, serán los faros de nuestra libertad (...) Si la destrucción de los campos de caña no bastare, llevaremos la antorcha a los poblados, a las villas y ciudades...». (45) En efecto, por entonces instruyó destruir no solo los fuertes sino también los pueblos, con vistas a quitarle al enemigo bases de operaciones y resguardos, (46) y en la misma disposición que lo ordenaba, en un giro total en relación con lo que meses atrás había dispuesto, mandaba sublevar las dotaciones de esclavos. No solo había comprendido totalmente el tipo de guerra que debía hacerse y no vacilaba en respaldarla, sino también les restaba peso a las ilusiones de la probable cooperación de los hacendados occidentales. Ya se evidenciaba que hombres, como Juan Poey, se habían puesto de hecho en posiciones tan acérrimamente esclavistas y proespañolas como la taifa de los traficantes de esclavos al estilo de Julián de Zulueta, Baró o Calvo. Si bien estos no querían oír hablar en forma alguna de abolición, los hacendados cubanos declaraban que eran necesarios por lo menos 10 o 20 años más de servidumbre para lograr la reconversión económica. En definitiva, como les había recordado en julio el general Federico Fernández Cavada, general en jefe de Las Villas, a  los de ese territorio, cuando les prometió en un manifiesto que el fuego consumiría sus propiedades, seguían en trágica alianza con la metrópoli con el fin de conservar sus dotaciones y su fortuna. (47) Desde luego, transcurrido el plazo solicitado pedirían 10 o 20 años más. Por ende, se hacía terminante su postura contra la revolución, cuyo triunfo hubiera significado la abolición instantánea. Ni siquiera querían ver una verdad tan evidente que el propio Caballero de Rodas la había expresado rotundamente en una comunicación al ministro de Ultramar: «La esclavitud ha muerto con esta insurrección». (48) La medida dictada por Céspedes constituía toda una ruptura. La orden de aplicar la tea incendiaria, purificadora, se volvería pronto una causa de conflicto con la Cámara.

En el intervalo, en la manigua camagüeyana, la Cámara había seguido legislando y actuaba como si estuviese en las condiciones de la más auténtica paz. Esto solo podía constituir una señal torva de que aires de tormenta pronto se echarían sobre la revolución. A poco, se hicieron evidentes los roces que eran de esperarse entre una Cámara que parecía no tener la menor idea de las necesidades de la lucha y el mando militar. Martí, con palabra incisiva caracterizó la situación: «La Cámara; ansiosa de gloria -pura, pero inoportuna, hacía leyes de educación y de agricultura, cuando el único arado era el machete; la batalla, la escuela; la tinta, la sangre». (49)

Ciertamente, los casi cuatro siglos de gobierno autoritario y despótico colonial hacían que se hiperbolizara el saboreo de los nuevos derechos con que tanto se había soñado, pero con vistas a los fines bélicos, esto se volvía nefasto. De aquella raíz dimanaba la devoción casi religiosa que el cuerpo le prestaba a la observancia de las libertades civiles, los derechos del ciudadano y la preeminencia de la ley, y saltaran abrumados cuando creían que la autoridad militar violaba tan sacrosantos principios.

Obviamente Quesada se sintió cada día más perturbado por la Cámara, en el ejercicio de su mando. De manera que, pocos meses después, preparó un memorándum al cuerpo en el cual, a la vez que trataba de evitar cualquier palabra que resultara mínimamente ofensiva, evidenciaba la conveniencia de que este órgano se ajustara a la situación real en medio de la cual se vivía. Después, veladamente, solicitaba poderes discrecionales para la conducción de la guerra. En uno de sus párrafos decía: «La solución de nuestra contienda corresponde de hecho, en el interior a la guerra. En todos los pueblos, en circunstancias como en las que nos encontramos, se confía la salvación de la patria á la espada». (50) Aunque lo acompañaba toda la razón, el jefe militar no llegó a enviarlo. Uno de los más ardorosos defensores del doctrinarismo democrático, Antonio Zambrana, se negó a presentarlo. Desde luego, Zambrana, horrorizado por tanta herejía, corrió de inmediato a poner en conocimiento de los demás representantes la existencia de ese documento. La búsqueda de la centralización del mando y un ejercicio más desahogado se convirtieron en el delito de querer marchar a la dictadura. Severos ataques en la Cámara contra las presuntas intenciones dictatoriales de Quesada y su incumplimiento de lo estatuido por ella en cuanto al ejército, llevados a cabo por elementos de su seno o su entorno, hicieron entonces al general en jefe convocar una junta militar, en Horcón de Najasa, a la que asistieron algunos diputados. En ella, el militar manifestó que no podría conseguirse la independencia del país si se conservaba la legislación vigente y presentó su aspiración a una mayor autonomía del mando militar, aunque hizo la salvaguarda de que esto no significaba desconocer el papel de la Cámara. De no tener la plena confianza del cuerpo legislador, se vería precisado a dimitir. (51)

Tanto la salida de Aguilera como la de Agramonte se sumaban a roces anteriores entre la Cámara y Céspedes, y vinieron a formar parte de un antagonismo, a ratos abierto o a veces encubierto, que prácticamente ya no cesaría más y se multiplicaría en los meses sucesivos. Céspedes tenía enemigos en el cuerpo legislativo, al cual después del período de Guáimaro se habían incorporado nuevos integrantes, algunos de los cuales resultaban tan adversarios suyos como muchos de los legisladores primigenios, y la dimisión de Agramonte del mando de Camagüey le resultó muy irritante a la Cámara. Aunque este había renunciado a su escaño para dedicarse a las tareas militares, seguía siendo una figura que gozaba de todo el favor de los legisladores. Su renuncia, de la que Céspedes era a sus ojos responsable, contribuyó a enturbiar una situación ya tirante.

Entre el ejecutivo y la Cámara se había encajado desde tiempo atrás una diferencia directa a causa de que el presidente había designado a Quesada como agente en el exterior, con el fin de que se ocupara en lo adelante de allegar recursos bélicos para la insurrección. Ciertamente, la designación de Quesada fue impolítica y poco afortunada. La Cámara, que había destituido a Quesada poco antes, interpretó esta comisión como un agravio que Céspedes le infería de manera gratuita. Además, los legisladores sospecharon que Céspedes le encargaba al general la misión para que este, luego de un regreso triunfal, bien armado y pertrechado, volviera a las andadas dictatoriales que le suponían y a las que el bayamés no sería ajeno. Desde luego, este no era el objetivo, pero el presidente sí buscaba que los recursos de guerra que el ex jefe del ejército pusiera en sus manos le permitieran fortalecer su posición al frente del ejecutivo y entonces ejercer un mando centralizado sin las cortapisas que el cuerpo legislativo le ponía a su actuación.

Por fin, ese día 27, en Bijagual, la Cámara, con un quórum de solo ocho integrantes, bajo la presidencia accidental de Tomás Estrada Palma (Cisneros, por saberse llamado a ocupar la presidencia, se abstuvo de participar), destituyó al gran insurgente del ingenio Demajagua. No habría hecho falta debate: la decisión estaba tomada de antemano para destituir al «mandarín liberticida», como con pomposa ridiculez lo calificaría Eduardo Machado. (52) La acusación que el diputado Pérez Trujillo lanzó contra él fue la de haber implantado una tiranía. Según el diputado, Céspedes resumía todas las faltas y errores de la revolución. Estrada Palma, a continuación, y uno detrás de otro los demás congregados desgranaron imputaciones insustanciales a los efectos de la medida propuesta o poco sustentables con seriedad: Céspedes había repartido grados y cargos a familiares, se había extralimitado en sus funciones, había cohibido el derecho del sufragio, había abandonado las fuerzas de Las Villas pues no le había proporcionado pertrechos, había violado el derecho de petición, se había inmiscuido en las cuestiones judiciales. ¿Hubo pruebas? Ninguna. Solo palabras y más palabras. Era como si recíprocamente trataran de convencerse de por qué debían cometer tamaña torpeza. Por fin acordaron la maligna destitución de Céspedes. La Asamblea de Guáimaro dio lugar al surgimiento de la república y la cámara a que ella dio lugar a la primera de las medidas que destruirían a la Revolución.

Notas

 1- José Martí, Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. IV, p. 383.  
 2 - Acta del 10 de abril de 1869. Universidad Central Marta Abre de Las Villas/Biblioteca, (en lo adelante UCLV/B) Fondo Coronado, t. XV.
 3 - José Martí, ob. cit., t. XXII, p. 235.
 4 - Su texto puede verse en Hortensia Pichardo: Documentos para la historia de Cuba, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1977, t. I, pp. 376 y ss.
 5 - José Martí, op. cit., t. I, p. 472.
 6 - Acta del 11 de abril de 1869. UCLV/B, Fondo Coronado, t. XV.
 7 - «De Jorge Milanés a José Antonio Milanés 17», 25 de marzo de 189 .. Archivo Histórico Nacional/Ultramar, leg. 5844, expte. 43 (en lo adelante AHN/U, leg. 5844, expte).
 8 - Acta del 11 de abril de 1869. Doc. cit.
 9 - Néstor Carbonell y Emeterio Santovenia: Guáimaro, Imprenta de Seoane y Fernández, La Habana, 1919, p. 119.
 10 - Acta del 11 de abril de 1869. Doc. cit.
 11 - Nydia Sarabia: Ana Betancourt, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970., p. 59.
 12 - Antonio Pirala: Anales de la guerra de Cuba, Felipe González Rojas, Madrid, 1895/98, p. 355.
 13 - Acta del 29 de abril de 1869. UCLV/B, Fondo Coronado, t. XV.  
 14 - Ramiro Guerra: Guerra de los Diez Años, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1968,, t. I, p. 110.
 15 - Ignacio Agramonte; su pensamiento político y social,Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1987, p. 40.
 16 - Ibíd., p. 76.
 17 - Nydia Sarabia: Ana Betancourt, ob. cit, p. 63.
 18 - Eusebio Hernández: Maceo; dos conferencias históricas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1990, p. 136.
 19 - «De Francisco Pérez a Pedro Figueredo», 13 de abril de 1869. AHN/U, leg. 5838, expte. 45.
 20 - Enrique Collazo: Los americanos en Cuba, Editorial de Ciencias Sociales La Habana, 1972, p. 7. Collazo estima que la presencia de Rawlings en el gabinete de Grant y su postura aparentemente favorable a la insurrección fue la causa de la manifestación anexionista en la cámara. No fue con mucho la única razón, pero sin dudas desempeñó algún papel.
 21 - «De Julio Grave de Peralta a Luis Marcano», 28 de mayo de 1869. AHN/U, leg. 5838, expte. 6.
 22 - Manuel Márquez Sterling: La diplomacia en nuestra historia, La Habana, 1968, p. 47.
 23 - Emilio Roig de Leuchsenring: Historia de la Enmienda Platt. Editorial de Ciencias Sociles, La Habana, 1979, p. 199.  
 24 - Ramiro Guerra, op. cit., t. I, p. 274 Antonio Pirala, op. cit., p. 581.
 25 - Ignacio Agramonte..., ed. cit., p. 122.
 26 - Ibíd.
 27 - Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo: Carlos Manuel de Céspedes, Escritos, Editorial de Ciencias Sociales, t. II, p. 30.
 28 - Raúl Cepero Bonilla, Escritos Históricos, La Habana, 1989, p. 153.
 29 - James O'Kelly: La tierra del mambí, Editorial de Ciencias Socieles, LA Habana, 1968, p. 211.
 30 - Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo, op. cit., t. II, p. 12.
 31 - Ibíd., t. I, p. 144.
 32 - Ibíd., p. 147.
 33 - Ibíd., p. 131.
 34 - Ibíd., t. II, p. 33.
 35 - Ibíd., t. I, p. 189.
 36 - Ibíd., p. 209.
 37 - Ignacio Agramonte..., ob. cit., p. 95.
 38 - Ibíd., p. 94.
 39 - Ibíd., p. 110.
 40 - Ibíd., p. 113.
 41 - Nydia Sarabia, ob. cit., p. 65.
 42 - James O'Kelly, ob. cit., p. 211.
 43 - Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo, ob. cit., t. II, p. 78.
 44 - ----------------------------, t. I, p. 200.  
 45 - Raúl Cepero Bonilla, ob. cit., p. 118.
 46 - Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo, op. cit., t. I, p. 201.
 47 - Antonio Pirala, op. cit., pp. 643 y 644.    
 48 - «De Caballero de Rodas al ministro de Ultramar», 25 de septiembre de 1869. Documento citado.
 49 - José Martí, ob. cit., t. XXII, p. 235.
 50 - Enrique Collazo, ob. cit., p. 20.
 51 - Nydia Sarabia, ob. cit., p. 72.
 52 - Eduardo Machado Gómez, Autobiografía, Universidad de La Habana, 1969, p. 11.

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